Sin lugar a dudas, la pandemia que el mundo actualmente vive no es el momento más propicio para poner sobre la mesa proyectos ideológicos integrales. En tiempos de crisis, todos los actores políticos deberían dejar esos proyectos en pausa. Aquí no se está en presencia de la necesidad de acuerdos para lograr un “mejor país”, sino simplemente para rescatarlo. Bajo este contexto, el dogmatismo no sólo es irreal, sino sobre todo irresponsable. Así las cosas, los liberales deberían entender que momentos como estos son los que justifican, en mucha mayor medida, la acción del Estado gendarme. Por su parte, la izquierda debería comprender que las crisis no constituyen las mejores coyunturas para negarle la sal y agua al gobierno.

Pero así como la acción política debería ser responsable y no dogmática, los tiempos de crisis pueden ser también la ocasión para detenerse a pensar en las creencias propias, en esos proyectos ideológicos dejados en pausa. Esto cobra mucho mayor sentido cuando las crisis, a diferencia de las revoluciones, implican una paralización más que una aceleración.

¿Qué pasará después de la pandemia? Descartando la caída definitiva del capitalismo, o que viviremos en un mundo “mucho más humano”, la gran pregunta es si el proyecto político propio, posee o no condiciones de posibilidad para crecer, para volverse hegemónico. ¿Qué respuesta podría darse para el liberalismo en Chile?

Aunque uno siempre debería mirar el vaso más lleno que vacío, esas condiciones de posibilidad no se ven muy halagüeñas. El liberalismo, probablemente en mayor medida que en otras épocas, se encuentra hoy rodeado. Incluso tiende a ser una víctima constante de fuego amigo. No sólo de los conservadores y comunitaristas, sino incluso de algunos que se dicen “liberales” o “defensores de las libertades”.

La verdad sea dicha: aunque pueda existir un “Partido Liberal” en el Frente amplio, o algunos intelectuales que promueven un liberalismo rawlsiano, la única tradición liberal que en Chile ha prosperado es la liberal clásica. Una tradición que, al mismo tiempo que defendía el pluralismo y la tolerancia (por ejemplo, en materia religiosa), hacía lo propio con las libertades políticas y económicas. Y si ya en el siglo XX los liberales se unieron a los conservadores, lo hicieron por el adversario que se les vino encima: el socialismo. Esto llevó a que, como bien se sabe, la centuria pasada estuviera caracterizada por la alianza entre liberales y conservadores en defensa de la libertad económica. De ahí que no sea más que un mito el lugar común que sostiene que la defensa del libre mercado habría surgido con los Chicago Boys. De alguna manera, este mito fue construido por Mario Góngora, un autor canonizado por intelectuales de izquierda y derecha.

¿Qué hacer? De partida, los liberales no pueden sino trabajar con los conservadores. Precisamente en momentos en que la libertad económica se encuentra bajo asedio no existe ninguna posibilidad de pensar en alianzas de “centro liberal”. Y aunque una democracia sana requiere de moderación, los tiempos de polarización en los que vivimos hacen inviable ese tipo de alianzas. Con el octubre chileno esto quedó bastante claro.

Pero que se trabaje políticamente con los conservadores no significa que los liberales tengan que asimilarse a ellos. La alianza liberal-conservadora (que ya tuvo un ejercicio en el siglo XIX frente al autoritarismo de Manuel Montt) debe sustentarse en el mínimo común que une a ambas partes:  la libertad económica y el Estado subsidiario. Lo segundo para combatir la pobreza y no la desigualdad material.

Pero un grave problema es que la clase política de derecha viene desde hace años siendo bombardeada por encantadores de serpientes, por algunos intelectuales comunitaristas, que no pueden ir mucho más lejos que, al mismo tiempo, caricaturizar el pensamiento liberal y quedarse en la mera crítica, sin ofrecer ninguna alternativa viable. Me refiero, por ejemplo, a Daniel Mansuy, que suele fabricar hombres de paja sobre el pensamiento liberal, especialmente representado en la figura de Friedrich Hayek. Cualquier lector instruido sabrá que ni liberalismo promueve el atomismo social ni que las ideas de Hayek son tan ridículas, como Mansuy las presenta.

Pero, para más remate, algunos de quienes supuestamente se estaban dedicando a la defensa de las  “ideas de la libertad”, de un tiempo a esta parte no han hecho otra cosa que asimilarse a los conservadores. No como una alianza estratégica en torno al mínimo común que une a ambas partes (la libertad económica), sino sencillamente como una suerte de comisión de servicios para el conservadurismo más recalcitrante y extremo. La defensa que Axel Kaiser efectúa de un supuesto “derecho a ofender” de los blancos contra los negros, de los heterosexuales contra los gays y trans, pero no al revés, así como la denominación de “dictadura de la corrección política” para las medidas inclusivas y de buen trato en favor de grupos históricamente discriminados, no pueden sino ser consideradas como otra prueba patente de que el liberalismo está siendo asediado.

Probablemente, si los liberales sólo se las tuviesen que ver con la izquierda, con el socialismo estatista y antimercado, las cosas serían mucho más simples. Nunca ha resultado fácil pelear en dos frentes.

Aunque pueda disputarse la etiqueta liberal, una fórmula mucho más sencilla para distinguir a verdaderos y falsos liberales es cotejar si la persona en cuestión defiende o no todas las libertades: políticas, económicas y culturales. Y una prueba indesmentible para detectar a un falso liberal, es cuando se proclama como “defensor de Occidente”. Otrora esto fue sinónimo de fascismo.

No por nada, Karl Popper —en las primeras páginas de La sociedad abierta y sus enemigos— no duda en rechazar de plano las ideas de Oswald Spengler, el autor de La decadencia de Occidente. Pero probablemente Kaiser ha leído a Popper muy de pasada. Lo mismo, y de manera mucho más clara, puede decirse para prácticamente todas las teóricas del feminismo que Kaiser cita en su último libro. En este sentido, el manejo de Kaiser sobre el feminismo y Judith Butler es directamente proporcional al manejo de Mansuy sobre el liberalismo y Hayek.

Y si esto puede decirse de los “intelectuales de derecha”, mucho menos puede esperarse de la mayoría de sus dirigentes políticos. La claudicación de la derecha en el octubre chileno, que renunció a su programa de gobierno desde el día uno, es una prueba patente de ello. Y ojo, una revolución no es lo mismo que una pandemia. Pero la derecha no suele hilar demasiado fino.

Columna de opinión, publicada en El Líbero el 1 de junio de 2020.