Durante las últimas semanas, hemos visto a un sinfín de intérpretes descifrar las causas de la crisis que vive el país. Todo tipo de ventrílocuos populares que sabrían perfectamente cuál es la supuesta “enfermedad” que aqueja a nuestra sociedad, y cuál sería el fármaco necesario para sanarla. Una suerte de curanderos o chamanes del “alma social”. Lo cierto es que estamos en medio de una espiral populista de proporciones; a tal punto que algunos piensan que es precisamente ese discurso populista el único que logrará desactivar las “demandas sociales”. Sin embargo, todo indica que de ser así sucedería más bien exactamente lo contrario. Una parte no menor de la situación en la que nos encontramos tiene relación con una crisis de legitimidad política que ha sido profundizada, precisamente, por los discursos populistas que capturaron a la centroizquierda chilena desde el año 2011. A partir de ese momento, y ya fuera del poder, el sistema social y político del país perdió toda la legitimidad que pudiera haber tenido para ese sector político. Casi diez años después, este clivaje aún persiste.
En este contexto, no es de extrañar que la confusión sea fenomenal. Sociólogos y miembros de la academia también han caído en algunos análisis burdamente reduccionistas. Numerosos intelectuales han escrito cartas, columnas e incluso libros completos con grandilocuentes diagnósticos, sencillas soluciones, e imponentes vaticinios sobre lo que será el devenir histórico del país, devenir del que muchos de ellos, con su activismo permanente, han sido y serán actores y espectadores, jueces y parte; una posición metodológica en contra de la cual escribió hace ya dos siglos Auguste Comte, uno de los fundadores de la sociología.
Efectivamente, aunque parezca una cuestión demasiado abstracta, gran parte de los problemas de la interpretación sociológica de los fenómenos sociales tiene que ver con cuestiones metodológicas. De ahí que, más allá de los argumentos que oímos recurrentemente para explicar la “crisis”, el problema más grave que aqueja al análisis de estos fenómenos no es el qué se dice acerca de ellos, sino más bien el cómo se llega a decir lo que se dice; esto es, el problema del método.
El enfoque que predomina hoy es el que podría denominarse como enfoque “intuitivo” o “colectivista”. Y es un tipo de explicación de los fenómenos sociales que trasluce la escuálida y rudimentaria “sociología” utilizada por analistas y comentaristas políticos. Esta forma de acercamiento ―veremos― no está exenta de peligros, pues tiende no sólo a acomodar los datos observados a los particulares intereses del investigador, tal como en el mito griego Procusto ajustaba sus huéspedes a la cama que tenía para ellos, sino también a diluir una noción básica de nuestra convivencia social tolerante y democrática: la noción de responsabilidad individual.
Lo primero que cabe señalar es que los fenómenos sociales son, por cierto, fenómenos complejos. De hecho, son tal vez los fenómenos más complejos de los que podamos tener algún conocimiento. En efecto, ellos son irrepetibles en su singularidad histórica y no poseen la regularidad ni la recurrencia que exhiben los fenómenos que estudian otros saberes y disciplinas, como las ciencias naturales. ¿Por qué entonces habríamos de simplificar los acontecimientos sociales mediante explicaciones políticas reduccionistas y monocausales, como sucede en la mayor parte de los análisis de la actual crisis, así como en las soluciones que se dan a ella?
Algunos sociólogos probablemente replicarían que no es posible una orientación metodológica “objetiva” o una posición política neutra de parte del observador. Otros más sofisticados podrían echar mano del círculo hermenéutico de la interpretación sociológica, tan de moda con Habermas (aunque tiene su origen en Heidegger y Gadamer) y que plantea la imposibilidad de la interpretación científica “objetivante” o “desde fuera”.
Es cierto que todo análisis de los fenómenos sociales se realiza siempre desde la perspectiva de un observador que participa de ellos y que no puede “salirse” completamente de sí mismo. Sin embargo, aunque tengamos conciencia de que no es posible una objetividad ingenua, es decir, completa o total, eso no significa en absoluto que debamos abdicar de la búsqueda del conocimiento y de la verdad en el análisis de los fenómenos sociales, tal como lo señala muy lúcidamente Max Weber, otro de los fundadores de la sociología.
En este sentido, es claro que se produce un gran daño a la investigación sociológica cuando ella está dominada por el enfoque metodológico intuitivo-colectivista. Esta aproximación a los fenómenos sociales ha llegado a transformarse en una suerte de sentido común discursivo, al expresarse mediante diversos lugares comunes o sociologismos. Efectivamente, este enfoque colectivista utiliza un lenguaje que nos refiere a entidades abstractas, etéreas y colectivas, como “la sociedad”, “el pueblo”, “la nación” o “el modelo”, entidades que estarían desacopladas de los individuos que las componen, poseyendo así una cierta “vida propia”. Esta concepción colectivista u organicista concibe la sociedad como una suerte de supraorganismo vivo que es independiente de las individualidades que la conforman. Esta comprensión rudimentaria de la sociedad es ―casi siempre― meramente intuitiva y funciona de manera analógica, pues transfiere las cualidades de los organismos vivos a las entidades abstractas. Por ejemplo: “Chile despertó” o “el modelo se derrumbó”. Esta comprensión intuitiva, mediante conceptos colectivos, genera una gran confusión en el análisis sociológico ―señala el mismo Weber― y puede ser considerada a lo sumo como una interpretación artística o estética, pero no como una comprensión científica de los fenómenos sociales.
Este enfoque colectivista ―el que más se repite por estos días― ha generado a mi juicio una comprensión totalmente equivocada del fenómeno de la crisis. Se ha dicho que ésta es la consecuencia de un supuesto “individualismo” que afectaría nuestra sociedad, el que se encarnaría fundamentalmente en la caricatura del modelo económico “neoliberal”, que según ellos propicia sólo el interés económico personal, pero también en el saqueador o el pirómano anárquico que sólo busca satisfacerse a sí mismo sin importarle el resto de la sociedad o la nación. Estas dos serían las expresiones del más puro individualismo.
En este diagnóstico concuerdan transversalmente diversas sensibilidades, desde socialistas más o menos radicalizados hasta nacionalpopulistas de derecha. A primera vista, esta coincidencia de diagnóstico podría sorprender, pero cuando se comprende que estas sensibilidades políticas conciben todas ellas colectivistamente a la sociedad o a la nación, no como un conjunto de individuos que persiguen distintos fines por medios comunes, sino como una suerte de supraentidad a partir del cual emanaría toda la legitimidad de la vida social y su unidad última, entonces su acuerdo en esa caricatura del individualismo tiene completa lógica.
Sin embargo, no es necesario ser un furibundo socialista o nacionalpopulista para tener una fe ciega en el colectivismo y transformarse en un ventrílocuo popular metafísico. Incluso muchos bienintencionados comunitaristas y socialcristianos han sido atrapados por el enfoque colectivista que acusa al individualismo de la actual crisis. Lamentablemente estos últimos obvian que el enfoque colectivista socava y horada el sentido de la responsabilidad personal y, por tanto, impide el desarrollo de una comunidad de individuos responsables. Efectivamente: si esas supraentidades que serían la sociedad o la nación fueran los responsables de los males que nos aquejan, y no las acciones de los individuos, entonces se destruiría la noción de responsabilidad e incluso nuestra comprensión misma de la ética como la conocemos hasta hoy ―probablemente desde Sócrates, ese “individualista” que gustaba repetir la frase délfica: “conócete a ti mismo”.
A mi juicio, este error del enfoque colectivista nos impide entender que la crisis representa más bien un nuevo avance en el resurgimiento del tribalismo y un paso más en la destrucción de los espacios de discusión racional, como ha podido verse manifiestamente desde el comienzo del estallido violento. En efecto, es bastante claro que, al menos durante la última década, han resurgido con fuerza en Chile y en el mundo ciertas formas de identitarismo tribal en el que los miembros de un determinado grupo o clan buscan resguardar de modo fetichista sus opiniones y costumbres suprimiendo el diálogo racional con otros que sostienen opiniones distintas, aunque ello implique activar la violencia.
El filósofo Karl Popper asoció este comportamiento tribal con las formas de relacionamiento político violento que se daba en las sociedades cerradas. En estas últimas, el miembro del propio clan era el bueno, el amigo, mientras que el miembro de otro clan era el malo, el enemigo. Esta lógica tribal se disipó paulatinamente en nuestras sociedades producto del surgimiento del comercio, de las instituciones políticas democráticas y del reconocimiento de derechos individuales, configurándose de ese modo la sociedad abierta o tolerante. En este sentido, la democracia ha sido fundamental para el desarrollo de la sociedad abierta, pues ella ha permitido evitar la violencia tribal a través de instituciones arbitrales. Ni los Gulags comunistas ni los campos de concentración Nazi son frutos del individualismo. Todo lo contrario, estos desastres de la humanidad se originaron a partir de las formas de colectivismo más primitivas, a saber: el racismo y la dictadura de un grupo o clase. El conocido antiliberalismo y el antiindividualismo de fascistas y comunistas no es casual, y tampoco lo es la concepción colectivista de la sociedad que ambos comparten.
El enfoque sociológico intuitivo-colectivista no es, pues, inocuo; es más bien profundamente dañino, en la medida en que nos puede llevar fácilmente de regreso al tribalismo y al menosprecio de la democracia. Pues ¿qué más individualista ―esta vez en el buen sentido de la palabra― que la democracia, en donde cada ciudadano equivale a un voto?
El mayor peligro para nuestra sociedad, y especialmente para nuestra democracia, no es pues esa caricatura de individualismo, en la que muchos quieren hacernos creer; el problema es el colectivismo, el tribalismo y la destrucción de la libertad y la responsabilidad individual que ellos conllevan. Esperemos que, con el pasar de los días, con más calma y menos apasionamientos, los analistas políticos nacionales puedan ver el panorama con más claridad y abandonen paulatinamente los sociologismos de la intuición y el colectivismo, no sea que tengamos que seguir repitiendo lo que señaló hace un siglo el mismísimo Max Weber: “La mayor parte de lo que por ahí circula bajo el nombre de sociología es pura patraña”.
Columna de opinión, publicada en El Líbero el 25 de diciembre de 2019.