Todas las crisis conllevan de alguna forma un cierto aprendizaje. La crisis de la pandemia producida por el coronavirus, por ejemplo, ha significado un inmenso cúmulo de información que servirá para enfrentar nuevas enfermedades de este tipo en el futuro. De la misma manera, cabe preguntarnos si acaso hemos aprendido algo con la crisis que ha vivido nuestro país desde octubre de 2019. Claramente la respuesta no es tan sencilla. Las relaciones sociales y políticas son, y han sido siempre, complejas. El conflicto —podría decirse— es inherente a la condición individual y social del ser humano. Allí donde hay más de un individuo habrá, tarde o temprano, algún tipo de desacuerdo. Esta es una experiencia que todos hemos tenido alguna vez. Pero, esta condición humana no implica que debamos estar eternamente atados a un conflicto determinado, sino más bien que es nuestra responsabilidad decidir cómo lo enfrentamos y resolvemos. Tal vez, el paso de la niñez a la adultez tenga que ver precisamente con cómo aprendemos a lidiar con los desacuerdos.
A lo largo de la historia hay quienes han enfrentado esta condición humana intentando evitar e impedir todo conflicto, lo que, de buenas a primeras, parece un fin loable. Sin embargo, si el disenso se produce fruto de nuestra especial condición de individuos —dada la libertad que como tales poseemos—, la única forma en que se lograría la supresión de todo conflicto sería si anulamos nuestra individualidad, con todos los efectos que ello acarrearía. Y efectivamente, hubo en el pasado quienes pensaron que el Estado, la nación, el pueblo o la raza podían ocupar el lugar de los individuos. Y esa concepción condujo, en su forma extrema, a los totalitarismos del siglo XX, en donde un poder centralizado eliminó de raíz el conflicto, lo que implicó las aterradores y desastrosas consecuencias que todos conocemos.
En cambio, el sistema democrático basado en el imperio de la ley y el Estado de derecho se caracteriza justamente por lo contrario. La democracia es una forma de gobierno en donde el conflicto es aceptado, asumido y canalizado. En los estados totalitarios no hay conflicto, porque el conflicto es anulado. En democracia el conflicto es inevitable, pero son los individuos mediante su voto, los representantes políticos mediante el diálogo racional y la aplicación de las leyes a través de las instituciones, quienes canalizan todo conflicto de modo que se respete la libertad individual de todos los ciudadanos.
La gran discusión social y política debe ser entonces cómo encauzar y canalizar el conflicto dentro del marco de un Estado de derecho.
Ahora bien, no sería razonable que esto nos condujera a la creencia ingenua de que cualquier conflicto será óptimamente canalizado por el sistema democrático, o de que éste producirá —de por sí y necesariamente— una “mejor” situación que la presente. Si nos distraemos, este proceso puede llegar a constituir otra forma de utopismo más. Es preciso tener siempre a la vista que el conflicto no sólo puede generar el aprendizaje y el avance, también puede conducirnos al error y, en casos extremos, al terror, si las decisiones que se toman inhiben, por ejemplo, nuestra condición de individuos con derechos.
Por esta razón, la democracia no puede caer en el error de buscar lo que se estima simplemente como “bueno” o “justo” a costa de los derechos individuales. Esta fue una de las reflexiones que nos transmitió en sus escritos uno de los intelectuales más importantes de nuestra historia, el pensador rancagüino José Victorino Lastarria (1817–1888). Lastarria vivió una época convulsionada. El fin del conflicto externo con España produjo en nuestro país una disputa por el poder interno. Sangrientas revoluciones de ida y vuelta entre los bandos de los pelucones y los pipiolos marcaron los primeros años de nuestra República independiente. Ante esto, Lastarria escribió profusamente sobre el valor de la democracia y de la libertad, y denunció el peligro que implica utilizar la violencia como forma de solución de los conflictos sociales y políticos. La función de la política es encauzar las dificultades y no tribalizar la vida social dividiendo a las personas en grupos, en buenos y malvados. Lastarria estimaba que la República nos liberaba de la servidumbre monárquica, pero ello implicaba, al mismo tiempo, el peligro de que se ejerciera la tiranía desde dentro, es decir, la tiranía de un grupo sobre otro, si acaso las libertades individuales y la democracia no eran respetadas y se imponía la violencia o la amenaza.
La reflexión moral de Lastarria —que resulta válida hasta el día de hoy— tal vez se apoyaba en una historia incluso más antigua: la condena de Sócrates. Como sabemos, después de un famoso proceso, el filósofo ateniense fue condenado por un tribunal de su ciudad natal a morir bebiendo la cicuta, a causa del contenido inapropiado de sus opiniones. Sócrates decidió cumplir su condena y no evadir la acción de la justicia, aun siendo consciente de que había sido equivocadamente condenado y teniendo el ofrecimiento de una huida organizada por un amigo cercano. La reflexión por la que Sócrates llegó a esta decisión era muy sencilla: huir habría significado cometer una nueva injusticia, habría implicado violar la ley y las sentencias de la corte de la Atenas democrática. Ninguna injusticia pasada puede justificar moralmente la comisión de otra injusticia, presente o futura, en la medida en que ella dependa de cada uno de nosotros. Esta reflexión socrática superó, de este modo, la estrecha lógica moral tribal del “ojo por ojo, diente por diente”.
Así pues, resulta sumamente importante que los jóvenes —y los no tan jóvenes— nos interioricemos de la historia, aprendamos de los disensos pasados y llevemos a cabo el ejercicio de reflexionar sobre los conflictos presentes; todo ello, en la búsqueda de soluciones —a veces no tan nuevas como creemos— que nos ayuden a salir del círculo de la violencia y nos permitan resolver racional y pacíficamente los conflictos, inherentes a toda sociedad libre. Nuestras demandas por reconocimiento de identidad o por justicia no nos pueden llevar a hacer vista gorda de los derechos y libertades de los otros. En eso consiste en definitiva la democracia.
Columna de opinión publicada en Cuaderno Digital de INJUV.